martes, 12 de septiembre de 2017

El ascenso



Miró la cuesta por unos segundos, mientras sus pensamientos pasaban acelerados, aquellas unidades de tiempo se hacían lentas. Seguramente, así sería el momento de descender de un suicida. Sin embargo, iba hacia arriba y no en caída para abandonar el alma, sino en subida para que esta abandonara el cuerpo y lo llevara a hacer grande aquella fuerza que algunas religiones llamaban espíritu.

Echó hacía atrás su cuerpo compactado, fundido con aquella aleación liviana de metales, y dio arranque con fuerza, una fuerza sacada de la tierra que pisaba, la que contenía toda la energía engranada del universo. Sus pulmones se llenaron de ese aire fresco de la montaña que bajó hasta sus piernas y ejerció tracción sobre el metal bajo su pie.

Sintió la primera bocanada de aire salir, como si la regresara al mundo, a la naturaleza, al universo; uno tras otro, el vaivén de sus pies fueron avanzando cuesta arriba, recorriendo ese pedazo de mundo solitario, de tonos verdes, cafés y azules, que se ofrecía ante sus ojos. No estaba solo, estaba allí consigo mismo y podía sentir la fuerza que lo halaba a seguir subiendo.

Con los ojos clavados en una sola línea, la que seguía su cuerpo, su mente estaba más allá de lo que alguien afuera de ese acople cuerpo–metal, podría ver, o tal vez sentir. Para el resto del mundo sólo era una persona más haciendo un ascenso. Para sí, el rumbo a alcanzar el máximo estado de conciencia: la libertad del alma que sale del cuerpo.

A cada compás arrastraba el mundo y el mundo no podía saberlo, no sabía que lo arrastraba consigo, tratando de romper esa capa delgada que lo ataba a lo mundano y lo terreno. Los ojos seguían fijos y la mente en movimiento. Cada metro recorrido rompía una frontera en su mente y se lo hacía más liviano cuanto más se empinaba la cuesta.

Allí una caída no era una caída, una caída era la prueba de que debía seguir subiendo, rompiendo, golpeando fuerte hasta romper las paredes que le impedían acorta la distancia entre su alma y su mente. La caída no era más que eso, una ruptura entre ambas, que había que unir y disipar, para seguir.

Lo que veía no era una meta física, no era un lugar al cual llegar al fin con su cuerpo, ni un objetivo que alcanzar, lo que buscaba era ascensión, una unión perfecta con aquello que lo conectaba al universo: cuerpo, mente, alma, metal y tierra.

Montado sobre aquella estructura, su cuerpo era uno con todo, se aferraba a ella como al sentido de la vida misma, se aferraba a ella como la única verdad cierta en su mar de pensamientos, ese mar que se escapaba por los poros y gota a gota iba cayendo en el pavimento. Marcando el rumbo de su existencia como aquellas cadenas habían marcado la cara interna de sus piernas.

Sin una meta, sin un objetivo, sentía al mundo en movimiento cuando sus ojos contemplaban la grandeza de espacio que se iba abriendo, en perspectiva, el observaba quieto parado sobre dos metales chicos separados por el caucho de sus zapatos, viendo pasar la película que le ofrecía ese viaje por el universo.

Al llegar a la punta de la cumbre descendió de la bicicleta con total respeto por aquel suelo. Respiró de nuevo tanto aire como pudo, lo sostuvo, se llenó y regreso el aire que había tomado hace un momento. Se sentó a mirar la ciudad hundida a sus pies, limpia, nítida, casi transparente, irreal, sin movimiento. La ciudad en el valle que se recostaba a las montañas de cúspides que rozaban el cielo, estaba allí, en una de ellas sintiendo también aquel cielo, con el alma desbordada porque se alimentaba de aquel ascenso. Estaba allí su cuerpo, pero su mente, estaba en un lugar más inmenso: él, su bicicleta y el universo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

El privilegio de viajar en tren: God bless the Metro system

Ilustración Maria José Gómez
“¡No dejen entrar más! ¡Esperen el otro tren! ¡Oiga hijueputa no me sobe! ¡Qué gonorrea de servicio!” – Hoy viajé en Metro y sentí que me gané el Baloto, qué fui afortunada, qué Dios se acordó de mi por un momento; luego de intentar inútilmente llegar a tiempo a casa, cosa que nunca sucederá en este valle. Sí, logré viajar en Metro, logré subirme en la estación Industriales pero vía al sur, para devolverme hasta el norte. Viajar en metro pasó de ser un servicio de bienestar a un privilegio que solo se dan quienes toleran y empujan, pasamos de ser cultura pujante a empujante.

Tardé tres horas en llegar a mi casa, mientras atónita veía como ríos interminables de personas en las estaciones hacían filas, se sentaban, se empujaba, se emputaban. Las frases de arriba no me las inventé, incluso me censuré para escribir el resto que escuché y lo que vi. No, no hablaré de la Cultura Metro, solo contextualizo mi viaje en tren durante dos horas, cuando el sistema más eficiente e innovador de Medellín dice que debería tardar sólo cincuenta minutos. Entiendo que hoy fue un caso ‘especial’ como decía el informe en el parlante del tren, pero no creo que sea distinto el resto de días. Durante el viaje pensé todo lo quería decir en medio de ese sonido agitado, convulsivo y agreste de la hora pico en el tren más admirado del país.

Parece increíble que un sistema pensado para mejorar la calidad de vida, el desarrollo social y la cultura de una sociedad, se haya convertido en un problema mayor que el que trató de solucionar a finales del siglo XX; que ahora incluye problemas de convivencia, de tolerancia y de respeto por los demás, además de los problemas de movilidad que busca solucionar desbocando todo el transporte del Valle de Aburrá en sus taquillas.

Quizás crean que es una cátedra goda o una queja de alguien enajenado que no ama su tierra y en este punto, señor lector, déjeme decirle que puede parar de leerme porque tal vez ofenda su muy liberal forma de pensar o su enorme ‘sentido de pertenencia paisa’, y si no entiende las comillas le diré que en este texto no encontrará la explicación. Y aclaro, esta es mi apreciación personal del tema.

No sé qué momento puede ser más desastrozo, si el de planear un sistema de movilidad con vida útil de 10 años (que ya desbordó su capacidad hace rato) en una ciudad que crece desmedida; o bien a quién se le ocurrió que la manera de mejorar la movilidad era volcar todos los pasajeros y rutas al Metro. Parece que no fue suficiente con sacar sistemas de transporte más eficientes y limpios a mediados del siglo pasado, sólo por el bien particular de algunos. Quitaron el tranvía y ahora ven lo importante y necesario que es, y tuvieron que volver por él. Y así nos seguiremos yendo. 

Aclaro que el problema no es el medio de transporte, sino el sistema que se usa para administrarlo e implementarlo. Copiamos modelos de otros países pensando a medias en la infraestructura, sin tener en cuenta que tanto el factor social como la geografía son distintos, somos felices extranjerizándonos y por eso sacrificamos la verdadera calidad de vida, tratando de imitar a otros. Nada raro en nosotros, y si no cree, lea el titular con la voz de la traducción al inglés de los mensajes del Metro.

Hay un grave problema de planeación que olvida la geografía montañosa, la estrechez de este Valle y su imposibilidad de ampliar vías paralelas al río, sumando a esto que no se tiene en cuenta el crecimiento poblacional para planear mejores estrategias para la movilidad. Y no es un problema que deba resolver solo Medellín que es la ciudad más grande, es que es un problema del área metropolitana, debe ser un esfuerzo conjunto para construir mejores estrategias que involucren todos los transportes.

A esto también se suma el asunto de la regulación de compra, venta y circulación del transporte. Me causa gracia que todos se tiren la pelota, políticos y ciudadanos. Que se crean moralmente superiores por andar en bici o que un auto particular insulte a quién anda en ella y se crea con derecho total de la calle, o que un busero hable mal de Metro o que, esta institución que ya no da abasto; insista en que es la mejor, única y verdadera forma ágil, rápida y segura de llegar a casa. Creo que todos los medios pueden tener cabida en las vías de este parqueadero grande que se volvió la ciudad, pero es necesario, repito, ajustes y controles para los medios de transporte.

Es absurdo pensar que más de cuatro millones de personas anden en bicicletas, o en autos, o en buses o sólo en tren o bus articulado. Sobre todo más absurdo que el tren quiera acapararlos a todos, comprimirlos en un vagón y pretender un buen comportamiento social cuando no cumple su promesa ágil, rápida y segura.

Escribo tal vez, con mucha subjetividad porque es inconcebible que se siga pensando en el bienestar personal sobre el colectivo, y que gracias a esto sigamos soportando filas de horas para llegar a casa o pagar dos buses para pasar de un barrio a otro, o que nos tiren el carro en la autopista o que un ciclista llame idiotas a quiénes tiene auto. Es una intolerancia colectiva producto de la carrera por ver cómo poder llegar primero que los demás.

Personas estrujadas, personas que golpean ventanas, personas que cruzan la línea amarilla en un tumulto para subirse al tren a las malas, personas que insultan y golpean a otras personas, pero insisten en que el sistema no está sobrecargado. Será que están esperando a que el Metro ponga su cuota de muertos por accidente de transporte público, para buscar una solución al sobrecupo que está presentando.

Pero como dijo la señora a mi lado, luego de ser arañada, insultada, doblarse el pie y ser estrujada para montarse: Dios bendiga al Metro. Porque no sólo para pensar en el bienestar personal somos buenos los paisas, también para tener esa moral superior de acribillar a aquél que hable mal de esa sagrada institución llamada Metro, que se convirtió en una religión para esta sociedad, y la religión como dicen, es el opio del pueblo. Seguro por eso no fue importante para ella que le dijeran “¡perra hijueputa, deje de estorbar!” y responder “¡coma mierda!” porque claro… God bless the Metro system!

PD: Ojalá la sagrada institución no me excomulgue y me mande a bajar este texto porque daña la favorable imagen que tiene todos de ellos.





viernes, 22 de agosto de 2014

Los dedos de Madame Shopie

Era uno de esos días grises, de esos que casi siempre suelen sucederse en su ciudad. Apenas amanecía, pero ya el día anunciaba una luz opaca desprovista de calor en las horas siguientes. Bajo las cobijas su cuerpo se negaba a salir de la cama, argumentando un hastío infinito por la humanidad. Un cansancio repetido por las personas. 

Tomó fuerzas, movió su torpe cuerpo y lo obligó a salir de allí, con desgano fue hasta la cocina, caminando como si fuera hacía el paredón de fusilamiento. Las manos le temblaban... no había vuelto a escribir. Aunque no sabía,  exactamente, si era por la baja temperatura de aquél día o por el miedo a enfrentarse al papel amarilloso junto a la máquina.

El suave olor a café se coló por su nariz, la cocción estaba lista. Encendió un cigarrillo un poco aplastado que llevaba guardado varios días en un rincón de la despensa. Humo y vapor. Ese era el desayuno para su cansado cuerpo que luchaba por morirse cubierto por las sábanas aquella mañana. Sorbió el café, estaba amargo y envejecido en aquel tarro metálico. Fumó. Y dejó que se le fuera otro poco de su alma con el humo y el vapor rancio. 

A través de la ventana observó los primeros transeuntes apurarse para tomar el bus, un vehículo lleno de caras largas que parecía transportar sentenciados a muerte. Sí, la vida en ese instante era un campo de concentración de prisioneros de guerra, sin guerra, o al menos esta guerra no era contra otros, era contra sí mismos. Le daba igual, también hacía parte del grupo de los que se apuran para tomar el bus.

Miró el paisaje, despreció la paloma que defecó a la mujer sentada en la parada, despreció a la mujer por solo limpiarse sin inmutarse. Despreció al niño correctamente peinado que iba para la escuela, despreció a la madre. Despreció al mendigo que dormía plácidamente en la acera del edificio sobre un saco de basuras ajenas. Desprecio a los ajenos. Se despreció también.

Dio la espalda a la ventana, tomó el cuchillo y se cortó la lengua, sangrando y temblando, siguió con los dedos, uno a uno los fue rebanando, temblando cada vez más fuerte, sangrando. Quería sentir el dolor, castigarse por todo ese tiempo. Comenzó a morderse los brazos tan fuerte como pudo, a rajarse con el cuchillo. Se deformó por por completo el cuerpo, ese cuerpo en contravía de su voluntad. Cuando estuvo correctamente mutilado, lo llevó a la calle y lo avalanzó frente al autobus... todo se oscureció por un momento. Abrió los ojos, y seguía allí, bajo las cobijas, con una taza de café rancio junto a la cama, sin sus dedos y su fama, seguía allí Madame Shopie.

viernes, 20 de junio de 2014

El principio y el fin en su boca

No sabía cuál parte de su cuerpo le gustaba más. Si sus dos tetas con lunares estratégicamente puestos en la piel blanca y sus pezones. O su cuello que terminaba en la clavícula marcada que se extendía hasta los hombros tostados por el sol, donde se marcaban pecas y otros lunares que se confundían con estas. Tal vez la comisura de los carnosos labios que a veces llevaba rojos. Quizás la línea que bajaba marcando el camino hacia sus caderas, sobre las cuales descansaban un par de hoyuelos parecidos a los de sus mejillas. Debía ser la dureza de la pelvis que precedía la sombra oscura que cubría la carnosidad rosada de sus vagina, esa que se unía con su trasero, mientras las piernas abiertas le ofrecían un largo camino hacía los pies que por obligación también tenía que besar para, nuevamente, llevarlo a recorrerla de abajo hacia arriba y viceversa. Cada que la besaba, debía lamerla completa para recordarla con su boca.

La recordaba con cada papila, reconociendo en ella la sal de su cuerpo, los lugares dulces, aquellos con un toque de acidez o tal vez, esos que no lograba describir como el sabor de la saliva dentro de esos labios apretados contra los suyos cuando lograban encontrarse. La lamía para memorizarla. La lamía para tener lo más fiel posible, el recuerdo del lugar donde quería venirse cada vez que comenzaba a penetrarla, mientras ella se derramaba por las piernas sobre él. Una difícil decisión. Aunque en el momento justo, su cerebro se exaltaba con aquel sabor que más excitación le había producido a todo el cuerpo, así cada vez la redescubría y la reinventaba, y al final, la llenaba de él. En cada follaba marcaba una parte, que al final se llevaba con él cuando la grabada en los recuerdos de ella.

Después de venirse en el lugar escogido, la olía completa, también para recordarla suya, con la marca de él, de su olor mezclado con el humor que emanaba cuando su cuerpo temblaba porque su clítoris vencido decidía que era momento de desconectarse del cerebro y morir un poco en un orgasmo que él arrebataba de ella con fuerza, haciendo que se arqueara y quisiera partirse en dos, bien sobre él o bien debajo de él, o mejor aún, con él en su boca. Cuando eyaculaba en su boca, recordaba que en aquella tibieza y humedad era donde mejor se sentía, donde mejor era bien-venido, donde recordaba quería pasar el resto de su vida. Eyaculando en ella y que luego tragara para que le devolviera aquel esperma en palabras que le hacían querer volver a comerla, lamerla, follarla, tenerla, apresarla en eso que, para ambos, era su forma de amarse sin haberse amado por completo.

Para ella, decidir cuál era su lugar favorito de toda la piel que abrigaba aquel cuerpo, también era difícil. Cada vez que le tenía, lo recorría con su aliento, con su olfato, con su boca y con su lengua, con sus manos, quería grabarlo como un mapa con todos sus sentidos, quería llevarlo en la piel, en los ojos, en la lengua, en sus oídos, en su cabeza. Quería llevarlo consigo entre las piernas, dentro de la boca, con las manos, quería tenerlo para sí, para ella, de ella.

Comenzaba lamiendo aquellos labios y luego respirando en ellos, y bajaba por el cuello, rodeando el torso, sin importar cuánto tiempo tardara en llegar aquella línea que marcaba el camino, aquella línea que le indicaba el principio y el fin, circundantes e infinitos, dentro de su boca. Tal vez y de manera más clara, a ella le gustaba su boca y a él también. Ambos coincidían en eso, por eso, aquella boca roja era la entrada a ambos cuerpos, a ambas mentes, a ambos. Era lo que les unía de manera certera y fuerte, porque con ella hacían amor y hablaban de él, lo construían, lo excitaban y lo decostruían para volver a empezar cada vez que ambos se venían y querían seguir hasta caer rendidos, mojados y unidos... cada que se encontraban en sueños compartidos.

domingo, 18 de mayo de 2014

Diecisiete minutos

El sol de las 8:43 de la mañana, normalmente, no es tan fuerte, ese sábado se sentía más caliente y las sillas de mimbre estaban bastante tibias. El balcón era un espacio transparente en el que un cristal separaba a las personas del vacío absoluto. Se sentó allí, veinte metros arriba de la calle inclinada por la que transitaban unos cuantos carros a esa hora de la mañana, a observar un pequeño paisaje verde al otro lado de esta, que otrora fuera un bosque y que ahora se interrumpía por una construcción urbanizada de casas iguales en las que tal vez con suerte hubiese gentes diferentes, carentes de completa lucidez y repletas de pensamientos comunes.

En la madrugada había llovido y el pequeño bosque brillaba bajo aquel sol que prometía ser inclemente. Los vestigios de humedad se notaban en la calle, que en los extremos se veía más oscura. Olía a fresco, el aire estaba fresco. Detrás de sí, la montaña sostenía algunas nubes que si su pronóstico estaba correcto, para el medio día estarían dispersas. Miró de nuevo la calle a través del vidrio, este no tenía más de un metro de alto. El día brillaba y había en el aire una tranquilidad que circulaba con el viento, en definitiva ese era un día perfecto para morir en completa paz. Se puso de pie y asomó su cuerpo un poco para ver la altura de la caída. En una mente inquieta por la duda de la muerte, aquella mañana era perfecta porque incitaba la calma de los pensamientos vertiginosos de quién se suicida.

Diecisiete minutos lo separaban del pavimento humedecido. Le gustaban las horas en punto y las fracciones exactas, así que lanzarse antes de las nueve de la mañana habría sido más perturbador que los pensamientos acelerados sobre la vida en su cabeza. Contemplaba con apacible calma los adoquines puestos geométricamente veinte metros más abajo, se veían más ocres por el agua y la luz que a esa hora los iluminaba. Se arrojaría sin intención alguna de sobrevivir a ello, así que revisó nuevamente su colección de grabaciones de caídas extraídas de la deep web, ese espacio en el que durante años encontró material prohibido, para analizar y tratar de escrutar  fragmento a fragmento la cara de quiénes se lanzaban, tratando de comprender en sus miradas y en sus sonidos qué pensaban mientras se acercaban al suelo.

A esa altura, las probabilidades de sobrevivir se reducían a un milagro, uno que lo dejaría en el mejor de los casos cuadripléjico y vegetativo, pero no creía en milagros; cuando la mente está dispuesta a morir abandona por completo el cuerpo antes que este haya muerto y su mente ya estaba muerta. Regresó al balcón, puso las manos en la barandilla de metal y la apretó, cerró los ojos, escuchó las aves, los carros, las voces del resto de apartamentos, como podaban el césped, como se agitaban las ramas con el viento. Respiró la humedad, el olor a cigarrillo del cenicero, las cocinas vecinas, su propio aliento, sintió cada poro erizarse y contraerse. En este punto sus sentidos se agudizaron y le permitieron ver los últimos minutos de la vida con aquel cuerpo. Faltando sesenta segundos para las nueve, acercó una silla de mimbre al cristal y se subió en ella sin zapatos, apoyó un pie en el metal, alzó la cabeza, extendió los brazos, inhaló profundo y vio el cielo.

Miró el reloj y de un sólo impulso y sin pensarlo más, a las nueve en punto se lanzó contra el suelo, despojado por completo del miedo. Su cabeza se había aquietado, su corazón latía lento como la caída, escuchaba como el viento a esa velocidad chocaba su camisa como la bandera que se bate descontrolada en lo alto de un edificio en un aleteo intenso; y en su mente, tras sus ojos se proyectaba todo aquello que guardó con recelo: el amor más fuerte, el odio más intenso, la tristeza más infinita y la felicidad más eterna, todo y nada cabía en él.

La revelación de la vida y el secreto de esta tras sus ojos; esa era la razón por la que nunca entendió la mirada vacía de quién se lanza por completo, porque todo estaba tras aquel telón ocular ciego para los vivos y lúcido para los muertos, y ya no veía el pavimento, veía la luz al final de un vórtice que le daba una única salida. Lo vio, la vida se lo dijo, se lo dijo el universo, que mientras él caía hacía la inminente muerte del otro lado de ese vórtice había un nuevo ser naciendo. Iba directo a comenzar de nuevo, porque el ciclo de la vida y la muerte es eso: morir aquí y nacer allá, energía en movimiento, un círculo perfecto, parte de un sistema completo. Y Justo antes de cruzar por aquel hueco recordó pasar por allí para su anterior nacimiento y olvidó por completo su vieja vida, y todo aquello, en cinco segundos de caída.