viernes, 22 de agosto de 2014

Los dedos de Madame Shopie

Era uno de esos días grises, de esos que casi siempre suelen sucederse en su ciudad. Apenas amanecía, pero ya el día anunciaba una luz opaca desprovista de calor en las horas siguientes. Bajo las cobijas su cuerpo se negaba a salir de la cama, argumentando un hastío infinito por la humanidad. Un cansancio repetido por las personas. 

Tomó fuerzas, movió su torpe cuerpo y lo obligó a salir de allí, con desgano fue hasta la cocina, caminando como si fuera hacía el paredón de fusilamiento. Las manos le temblaban... no había vuelto a escribir. Aunque no sabía,  exactamente, si era por la baja temperatura de aquél día o por el miedo a enfrentarse al papel amarilloso junto a la máquina.

El suave olor a café se coló por su nariz, la cocción estaba lista. Encendió un cigarrillo un poco aplastado que llevaba guardado varios días en un rincón de la despensa. Humo y vapor. Ese era el desayuno para su cansado cuerpo que luchaba por morirse cubierto por las sábanas aquella mañana. Sorbió el café, estaba amargo y envejecido en aquel tarro metálico. Fumó. Y dejó que se le fuera otro poco de su alma con el humo y el vapor rancio. 

A través de la ventana observó los primeros transeuntes apurarse para tomar el bus, un vehículo lleno de caras largas que parecía transportar sentenciados a muerte. Sí, la vida en ese instante era un campo de concentración de prisioneros de guerra, sin guerra, o al menos esta guerra no era contra otros, era contra sí mismos. Le daba igual, también hacía parte del grupo de los que se apuran para tomar el bus.

Miró el paisaje, despreció la paloma que defecó a la mujer sentada en la parada, despreció a la mujer por solo limpiarse sin inmutarse. Despreció al niño correctamente peinado que iba para la escuela, despreció a la madre. Despreció al mendigo que dormía plácidamente en la acera del edificio sobre un saco de basuras ajenas. Desprecio a los ajenos. Se despreció también.

Dio la espalda a la ventana, tomó el cuchillo y se cortó la lengua, sangrando y temblando, siguió con los dedos, uno a uno los fue rebanando, temblando cada vez más fuerte, sangrando. Quería sentir el dolor, castigarse por todo ese tiempo. Comenzó a morderse los brazos tan fuerte como pudo, a rajarse con el cuchillo. Se deformó por por completo el cuerpo, ese cuerpo en contravía de su voluntad. Cuando estuvo correctamente mutilado, lo llevó a la calle y lo avalanzó frente al autobus... todo se oscureció por un momento. Abrió los ojos, y seguía allí, bajo las cobijas, con una taza de café rancio junto a la cama, sin sus dedos y su fama, seguía allí Madame Shopie.

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