viernes, 20 de junio de 2014

El principio y el fin en su boca

No sabía cuál parte de su cuerpo le gustaba más. Si sus dos tetas con lunares estratégicamente puestos en la piel blanca y sus pezones. O su cuello que terminaba en la clavícula marcada que se extendía hasta los hombros tostados por el sol, donde se marcaban pecas y otros lunares que se confundían con estas. Tal vez la comisura de los carnosos labios que a veces llevaba rojos. Quizás la línea que bajaba marcando el camino hacia sus caderas, sobre las cuales descansaban un par de hoyuelos parecidos a los de sus mejillas. Debía ser la dureza de la pelvis que precedía la sombra oscura que cubría la carnosidad rosada de sus vagina, esa que se unía con su trasero, mientras las piernas abiertas le ofrecían un largo camino hacía los pies que por obligación también tenía que besar para, nuevamente, llevarlo a recorrerla de abajo hacia arriba y viceversa. Cada que la besaba, debía lamerla completa para recordarla con su boca.

La recordaba con cada papila, reconociendo en ella la sal de su cuerpo, los lugares dulces, aquellos con un toque de acidez o tal vez, esos que no lograba describir como el sabor de la saliva dentro de esos labios apretados contra los suyos cuando lograban encontrarse. La lamía para memorizarla. La lamía para tener lo más fiel posible, el recuerdo del lugar donde quería venirse cada vez que comenzaba a penetrarla, mientras ella se derramaba por las piernas sobre él. Una difícil decisión. Aunque en el momento justo, su cerebro se exaltaba con aquel sabor que más excitación le había producido a todo el cuerpo, así cada vez la redescubría y la reinventaba, y al final, la llenaba de él. En cada follaba marcaba una parte, que al final se llevaba con él cuando la grabada en los recuerdos de ella.

Después de venirse en el lugar escogido, la olía completa, también para recordarla suya, con la marca de él, de su olor mezclado con el humor que emanaba cuando su cuerpo temblaba porque su clítoris vencido decidía que era momento de desconectarse del cerebro y morir un poco en un orgasmo que él arrebataba de ella con fuerza, haciendo que se arqueara y quisiera partirse en dos, bien sobre él o bien debajo de él, o mejor aún, con él en su boca. Cuando eyaculaba en su boca, recordaba que en aquella tibieza y humedad era donde mejor se sentía, donde mejor era bien-venido, donde recordaba quería pasar el resto de su vida. Eyaculando en ella y que luego tragara para que le devolviera aquel esperma en palabras que le hacían querer volver a comerla, lamerla, follarla, tenerla, apresarla en eso que, para ambos, era su forma de amarse sin haberse amado por completo.

Para ella, decidir cuál era su lugar favorito de toda la piel que abrigaba aquel cuerpo, también era difícil. Cada vez que le tenía, lo recorría con su aliento, con su olfato, con su boca y con su lengua, con sus manos, quería grabarlo como un mapa con todos sus sentidos, quería llevarlo en la piel, en los ojos, en la lengua, en sus oídos, en su cabeza. Quería llevarlo consigo entre las piernas, dentro de la boca, con las manos, quería tenerlo para sí, para ella, de ella.

Comenzaba lamiendo aquellos labios y luego respirando en ellos, y bajaba por el cuello, rodeando el torso, sin importar cuánto tiempo tardara en llegar aquella línea que marcaba el camino, aquella línea que le indicaba el principio y el fin, circundantes e infinitos, dentro de su boca. Tal vez y de manera más clara, a ella le gustaba su boca y a él también. Ambos coincidían en eso, por eso, aquella boca roja era la entrada a ambos cuerpos, a ambas mentes, a ambos. Era lo que les unía de manera certera y fuerte, porque con ella hacían amor y hablaban de él, lo construían, lo excitaban y lo decostruían para volver a empezar cada vez que ambos se venían y querían seguir hasta caer rendidos, mojados y unidos... cada que se encontraban en sueños compartidos.

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