domingo, 18 de mayo de 2014

Diecisiete minutos

El sol de las 8:43 de la mañana, normalmente, no es tan fuerte, ese sábado se sentía más caliente y las sillas de mimbre estaban bastante tibias. El balcón era un espacio transparente en el que un cristal separaba a las personas del vacío absoluto. Se sentó allí, veinte metros arriba de la calle inclinada por la que transitaban unos cuantos carros a esa hora de la mañana, a observar un pequeño paisaje verde al otro lado de esta, que otrora fuera un bosque y que ahora se interrumpía por una construcción urbanizada de casas iguales en las que tal vez con suerte hubiese gentes diferentes, carentes de completa lucidez y repletas de pensamientos comunes.

En la madrugada había llovido y el pequeño bosque brillaba bajo aquel sol que prometía ser inclemente. Los vestigios de humedad se notaban en la calle, que en los extremos se veía más oscura. Olía a fresco, el aire estaba fresco. Detrás de sí, la montaña sostenía algunas nubes que si su pronóstico estaba correcto, para el medio día estarían dispersas. Miró de nuevo la calle a través del vidrio, este no tenía más de un metro de alto. El día brillaba y había en el aire una tranquilidad que circulaba con el viento, en definitiva ese era un día perfecto para morir en completa paz. Se puso de pie y asomó su cuerpo un poco para ver la altura de la caída. En una mente inquieta por la duda de la muerte, aquella mañana era perfecta porque incitaba la calma de los pensamientos vertiginosos de quién se suicida.

Diecisiete minutos lo separaban del pavimento humedecido. Le gustaban las horas en punto y las fracciones exactas, así que lanzarse antes de las nueve de la mañana habría sido más perturbador que los pensamientos acelerados sobre la vida en su cabeza. Contemplaba con apacible calma los adoquines puestos geométricamente veinte metros más abajo, se veían más ocres por el agua y la luz que a esa hora los iluminaba. Se arrojaría sin intención alguna de sobrevivir a ello, así que revisó nuevamente su colección de grabaciones de caídas extraídas de la deep web, ese espacio en el que durante años encontró material prohibido, para analizar y tratar de escrutar  fragmento a fragmento la cara de quiénes se lanzaban, tratando de comprender en sus miradas y en sus sonidos qué pensaban mientras se acercaban al suelo.

A esa altura, las probabilidades de sobrevivir se reducían a un milagro, uno que lo dejaría en el mejor de los casos cuadripléjico y vegetativo, pero no creía en milagros; cuando la mente está dispuesta a morir abandona por completo el cuerpo antes que este haya muerto y su mente ya estaba muerta. Regresó al balcón, puso las manos en la barandilla de metal y la apretó, cerró los ojos, escuchó las aves, los carros, las voces del resto de apartamentos, como podaban el césped, como se agitaban las ramas con el viento. Respiró la humedad, el olor a cigarrillo del cenicero, las cocinas vecinas, su propio aliento, sintió cada poro erizarse y contraerse. En este punto sus sentidos se agudizaron y le permitieron ver los últimos minutos de la vida con aquel cuerpo. Faltando sesenta segundos para las nueve, acercó una silla de mimbre al cristal y se subió en ella sin zapatos, apoyó un pie en el metal, alzó la cabeza, extendió los brazos, inhaló profundo y vio el cielo.

Miró el reloj y de un sólo impulso y sin pensarlo más, a las nueve en punto se lanzó contra el suelo, despojado por completo del miedo. Su cabeza se había aquietado, su corazón latía lento como la caída, escuchaba como el viento a esa velocidad chocaba su camisa como la bandera que se bate descontrolada en lo alto de un edificio en un aleteo intenso; y en su mente, tras sus ojos se proyectaba todo aquello que guardó con recelo: el amor más fuerte, el odio más intenso, la tristeza más infinita y la felicidad más eterna, todo y nada cabía en él.

La revelación de la vida y el secreto de esta tras sus ojos; esa era la razón por la que nunca entendió la mirada vacía de quién se lanza por completo, porque todo estaba tras aquel telón ocular ciego para los vivos y lúcido para los muertos, y ya no veía el pavimento, veía la luz al final de un vórtice que le daba una única salida. Lo vio, la vida se lo dijo, se lo dijo el universo, que mientras él caía hacía la inminente muerte del otro lado de ese vórtice había un nuevo ser naciendo. Iba directo a comenzar de nuevo, porque el ciclo de la vida y la muerte es eso: morir aquí y nacer allá, energía en movimiento, un círculo perfecto, parte de un sistema completo. Y Justo antes de cruzar por aquel hueco recordó pasar por allí para su anterior nacimiento y olvidó por completo su vieja vida, y todo aquello, en cinco segundos de caída.

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