El sol de las 8:43 de la mañana,
normalmente, no es tan fuerte, ese sábado se sentía más caliente y las sillas
de mimbre estaban bastante tibias. El balcón era un espacio transparente en el
que un cristal separaba a las personas del vacío absoluto. Se sentó allí,
veinte metros arriba de la calle inclinada por la que transitaban unos cuantos
carros a esa hora de la mañana, a observar un pequeño paisaje verde al otro
lado de esta, que otrora fuera un bosque y que ahora se interrumpía por una
construcción urbanizada de casas iguales en las que tal vez con suerte hubiese
gentes diferentes, carentes de completa lucidez y repletas de pensamientos
comunes.
En la madrugada había llovido y
el pequeño bosque brillaba bajo aquel sol que prometía ser inclemente. Los
vestigios de humedad se notaban en la calle, que en los extremos se veía más
oscura. Olía a fresco, el aire estaba fresco. Detrás de sí, la montaña sostenía
algunas nubes que si su pronóstico estaba correcto, para el medio día estarían
dispersas. Miró de nuevo la calle a través del vidrio, este no tenía más de un
metro de alto. El día brillaba y había en el aire una tranquilidad que
circulaba con el viento, en definitiva ese era un día perfecto para morir en
completa paz. Se puso de pie y asomó su cuerpo un poco para ver la altura de la
caída. En una mente inquieta por la duda de la muerte, aquella mañana era
perfecta porque incitaba la calma de los pensamientos vertiginosos de quién se
suicida.
Diecisiete minutos lo separaban
del pavimento humedecido. Le gustaban las horas en punto y las fracciones
exactas, así que lanzarse antes de las nueve de la mañana habría sido más
perturbador que los pensamientos acelerados sobre la vida en su cabeza.
Contemplaba con apacible calma los adoquines puestos geométricamente veinte metros
más abajo, se veían más ocres por el agua y la luz que a esa hora los
iluminaba. Se arrojaría sin intención alguna de sobrevivir a ello, así que
revisó nuevamente su colección de grabaciones de caídas extraídas de la deep web, ese espacio en el que durante
años encontró material prohibido, para analizar y tratar de escrutar fragmento a fragmento la cara de quiénes se
lanzaban, tratando de comprender en sus miradas y en sus sonidos qué pensaban
mientras se acercaban al suelo.
A esa altura, las probabilidades
de sobrevivir se reducían a un milagro, uno que lo dejaría en el mejor de los
casos cuadripléjico y vegetativo, pero no creía en milagros; cuando la mente
está dispuesta a morir abandona por completo el cuerpo antes que este haya
muerto y su mente ya estaba muerta. Regresó al balcón, puso las manos en la
barandilla de metal y la apretó, cerró los ojos, escuchó las aves, los carros,
las voces del resto de apartamentos, como podaban el césped, como se agitaban
las ramas con el viento. Respiró la humedad, el olor a cigarrillo del cenicero,
las cocinas vecinas, su propio aliento, sintió cada poro erizarse y contraerse.
En este punto sus sentidos se agudizaron y le permitieron ver los últimos
minutos de la vida con aquel cuerpo. Faltando sesenta segundos para las nueve,
acercó una silla de mimbre al cristal y se subió en ella sin zapatos, apoyó un
pie en el metal, alzó la cabeza, extendió los brazos, inhaló profundo y vio el
cielo.
Miró el reloj y de un sólo
impulso y sin pensarlo más, a las nueve en punto se lanzó contra el suelo,
despojado por completo del miedo. Su cabeza se había aquietado, su corazón
latía lento como la caída, escuchaba como el viento a esa velocidad chocaba su
camisa como la bandera que se bate descontrolada en lo alto de un edificio en un
aleteo intenso; y en su mente, tras sus ojos se proyectaba todo aquello que
guardó con recelo: el amor más fuerte, el odio más intenso, la tristeza más
infinita y la felicidad más eterna, todo y nada cabía en él.
La revelación de la vida y el
secreto de esta tras sus ojos; esa era la razón por la que nunca entendió la
mirada vacía de quién se lanza por completo, porque todo estaba tras aquel
telón ocular ciego para los vivos y lúcido para los muertos, y ya no veía el pavimento,
veía la luz al final de un vórtice que le daba una única salida. Lo vio, la
vida se lo dijo, se lo dijo el universo, que mientras él caía hacía la
inminente muerte del otro lado de ese vórtice había un nuevo ser naciendo. Iba
directo a comenzar de nuevo, porque el ciclo de la vida y la muerte es eso:
morir aquí y nacer allá, energía en movimiento, un círculo perfecto, parte de
un sistema completo. Y Justo antes de cruzar por aquel hueco recordó pasar por
allí para su anterior nacimiento y olvidó por completo su vieja vida, y todo
aquello, en cinco segundos de caída.
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