Vomitó, tanto como podía. Sentía que el cuerpo se le iba a
partir en cada arcada. Las lágrimas salían involuntarias. El estómago le dolía,
ya no quedaba más en él que aquél líquido amarillo que las abuelas llamaban ‘la
bilis’. Dios, cuánto dolía, ni el peor de los desamores era comparado con
vomitarla, con vomitar al punto de no tener ni alma para dejar salir.
La garganta le ardía, tenía los ojos encharcados y respiraba
entrecortado tirada junto a la taza del sanitario, con la mano sobre el
regazo, como evitando que se le saliera la poca humanidad que le quedaba
dentro.
Tratar de recostarse en la cama no era una opción, esta vez
las cerámicas azul claro del suelo del baño eran lo más parecido a un buen
sitio para descansar, para tratar de dormir. Necesitaba dormir, era evidente.
A medida que se cerraban los ojos la cabeza daba vueltas con
velocidad progresiva y el mareo y las arcadas volvían. ¡Mierda! ¡Puta mierda! ¡Puaaaaaaghh!
El baño era un recinto sagrado para las largas noches de
juergas, de excesos, de licor y cocaína, de sexo sin nombres y sin sexo, de
malsana vida. No, no sentía arrepentimientos, bueno, sólo cuando el vómito
aparecía.
Pensó en su culo. Recapituló la noche y trato de sentirse a
sí misma a ver si le dolía. No, al parecer no, no dolía. O se había hecho
experta, o eran expertos o su cerebro estaba concentrado por completo en la
gastritis y baba amarilla, pero no en su culo, ni en los rastros de saliva y
semen en él.
Temblaba allí tirada, su cuerpo no podía dejar de hacerlo.
Efectos de la mínima desintoxicación que arcada a arcada su organismo le
ofrecía. Las manos estaban frías y sudaba y por su frente bajaba una gota
salada que eventualmente, terminaría en su cuello y con suerte entre sus tetas.
Las tetas también tenían residuos de saliva y semen, y
sudor, mucho sudor. Residuos de cocaína, de licor y de todos los caprichos que
tenía cuando quería dejarse follar sobre una mesa desconocida.
Necesitaba una ducha y una sopa caliente, o tal vez una verga,
sí, una verga caliente. Los amaneceres de vómito y temblor siempre le dejaban
en un estado de excitación pura, que dilataban su vagina, paraban sus pezones y
le hacían querer ser cogida. Aunque sentía lástima de no poder meterla en su
boca, en días así tragarla entera, seguramente, la llevaría de nuevo a meter la
cabeza en esa taza.
¡Carajo! El mundo era una mierda completa si se le
contemplaba en aquel estado de excitación, olores rancios y mareos de
improvisto que llegaban mientras trataba de levantarse para entrar en la ducha. Sí, una
buena ducha fría era lo que le ayudaría.
Detestaba el olor a cigarrillo pasado, prefería oler a sexo,
a fluidos, a licor, pero jamás a cigarrillo, era una mala resaca, y su rastro
en la boca borraba el sabor de cuanta verga se hubiera metido. La saliva se
hacía espesa y le daba sed, le dolía la cabeza y sentía que era un cenicero de sesenta
kilos con tetas pequeñas y el culo un poco caído.
Esta vez no iba a oler la ropa, ya no sentía su hedor, se
había acostumbrado a aquel aroma de mundanales de mala muerte y noches
permisivas, muy a pesar de su buen olfato. Sin embargo, mientras se quitaba esa
carga notó algo nuevo en el olor de sus pesquisas.
Olfateo las prendas, buscando ese pequeño rastro, primero la
camisa, por el cuello, las axilas, el pecho, el sostén tenía un rastro pero se
hizo más fuerte en la falda, sí, no se equivocaba, allí estaba, olió las medias
veladas, hasta allí llegó, pero la evidencia de que existía estaba en el encaje
humedecido de su tanga. No reconocía de quién era ese olor, ese nuevo olor, ese
invasor de su cotidianidad. Tiró todo de nuevo al cesto y se metió en la ducha.
Un chorro de agua fría salió con fuerza y cayó contra su
cara, la eyaculación de la medicina que le sacaría de esa mala amanecida. El
agua levantó el olor de nuevo, estaba allí en todo su cuerpo y esta vez no había
nicotina, ni perfumes baratos, ni químicos que sentir por sus miles de
terminaciones nasales, no, era nuevo lo que sentía.
El agua fría irguió sus pezones y erizó los poros, bajaba
por la espalda y hacía leves movimientos que rodeaban los hoyuelos debajo de la
parte trasera de su cintura y se metían entre sus nalgas para terminar cerca de
su vagina, chorreando por los muslos que se juntaban un poco debajo del pubis.
Era claro que necesitaba ser cogida para sacarse la resaca y
ese olor perverso que se había prendido de ella sin haberlo pedido. Tal vez
unas lamidas primero y luego una fuerte follada. Con eso su ánimo se
compondría.
¡Qué mierda de olor! Era intenso, molesto, empalagoso, dulce,
frenético, fuerte, frío, magnético, era… una mierda, una completa mierda… ¡¿Qué
carajos era?! ¡¿Cómo llegó a ella?!
Recapituló, cerró con esfuerzo los ojos y tarareo a Aretha
Franklin, porque dicen que tararear ahuyenta las náuseas, y es mejor que se
vayan bien.
¿Quiénes estaban con ella? Su nariz hizo memoria, pasó por
Antonia, Miguel, Carmen, Marina, Martín, y otros cuantos nombres, de los que
no estaba segura si pertenecían a esas caras, y siguió buscando en su
fotografía de fluidos de la noche anterior, escena tras escena, tras gemidos,
tras culos levantados, tras tetas firmes o caídas, tras vergas de todos
tamaños, tras orgasmos, tras eyaculaciones, tras risas y luego entre la gente,
una sobre otra dormida halló el rostro, halló el cuerpo, halló el beso.
No pudo reconocerle, no le recordaba dentro de ella, o
encima, o detrás, nada que le hiciera
pensar que habían al menos compartido una venida. Solo su olor pegado como las
marcas prohibidas. Y lo supo, supo que si no recordaba habérselo follado era
porque ese se le había metido no entre las piernas, sino en la cabeza… Y entonces vomitó, tanto como pudo, hasta que de
nuevo le dolía estómago y le ardía cada que el líquido amarillo salía. Vomitó
el amor, porque el amor sólo le duraba un día.
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