lunes, 22 de agosto de 2011

He loves me

Un golpe seco. Unas gotas de sangre salpicaron la pared. El objeto pesado cayó contra el suelo. Sus pies corrieron hacia la puerta antes que su cabeza fuese consciente de que huía. Ya afuera, miró hacia la habitación, respiró profundo y exhaló luego con alivio.

Cruzó la calle y caminó a paso largo por la oscura avenida, sus manos en los bolsillos empuñaban algunos billetes, aceleró el paso hasta llegar a la cafetería. Dentro de ésta era tibio, cálido y acogedor; las sillas rojas en charol alrededor de la mesa, los manteles de cuadros pequeños de color rojo y blanco, y los tarros a medio llenar de salsas y condimentos, le hacían sentirse nostálgica de casa. Sentada allí espero paciente a que alguien tomara su orden.

La mesera que vino, le ofreció café y la carta, con la libreta lista para tomar la orden, explicó los precios por separado y cómo se ahorraba unos cuantos pesos si pedía alguna bebida y papas fritas para acompañar su comida.

El cabello le caía hasta la cintura, un mechón hacía una onda libremente sobre la frente, dejando espacio a las delineadas cejas posadas arriba de los redondos ojos café claro. Unas cuantas pecas resaltaban las finas líneas que daban forma a sus mejillas, las cuales terminaban uniéndose en un pequeño mentón, sobre el que los carnosos labios matizados color rosa pálido esbozaban una simpática sonrisa.

Miró a la mesera unos segundos, volvió los ojos a la carta y se decidió por un filete; daba igual gastar más o menos, no tenía suficiente para pagar la renta. Esperaría al amanecer para llegar, cuando el casero no estuviera, no le pagaría otra vez con favores. Girando sobre sus pies, la chica se alejó contoneándose, reparo en sus caderas y volvió la mirada a la ventana. Afuera estaba frío.

Diez minutos después regresó- ¡Aquí esta su orden! – dijo, con una sonrisa simpática otra vez. Sirvió más café y se quedo parada allí. Una mirada de soslayo le hizo percatarse de que la chica le observaba comer. Lentamente, se detuvo y le miró. Ambas se observaron en silencio, sin parpadear – ¿Cómo te llamas? – dijo al fin. La mujer rompió su silencio – Marina –

- Bien, Marina, ¿puedo saber qué miras?-
- A ti, ¿acaso no te has visto? Estás llena de sangre, tienes salpicaduras en la cara y cuello.
- Supongo que sí, debo tenerlas, acabo de golpear a un tipo con un pisapapeles porque no quería pagar por el servicio, quería tomarlo gratis-
- ¿Quieres lavarte?
- Quisiera hacerlo pero no iré a ningún lado, no hasta que amanezca.
- Aún es temprano, son las once. Si no tienes donde ir antes del amanecer, puedes esperar a que termine mi turno y venir conmigo, vivo cerca y puedo prestarte algo-
- ¡Já! ¿Quieres prestarme algo? ¿A qué debo tu amabilidad? Tú no me conoces ¿No te asusta que te robe o algo así?
- En realidad, no me asustas, siempre vienes aquí tarde en la noche. Pides lo mismo para llevar, tomas café con 3 cubos de azúcar mientras esperas. Siempre te atiendo yo, y tu apariencia, créeme, no pasa desapercibida – una mirada maliciosa se clavó en ella.

Entre incrédula e impresionada miró a Marina, tratando de recordarla pero lo único que obtuvo fueron escenas afanadas y pensamientos antiguos que le ocupaban la cabeza, tal vez eso no le permitía recordar cosas del presente.

No tenía registro de rostros en su mente. Tampoco le preocupaba. Se metió un bocado más a la boca y asintió con la cabeza diciendo – Está bien, iré… ¿puedes retirarte? – dijo despectiva, miró su plato y siguió comiendo en silencio. Marina se alejó por el pasillo hacía la barra.

Con la mirada fija en el reloj, un cigarrillo en la mano y café en la mesa, vio cada segundo pasar, uno tras otro, círculos perfectos de minutos muertos. Al fondo sonaba Jill Scott “You love me… especially different… everytime... you keep me on my feet happily… excited by your cologne, and your hair...” cerró los ojos y su cabeza seguía el ritmo, y su mente se sumió en recuerdos.

Cada toque de sus dedos, cada roce con su piel, cada mirada, con cada susurro suave en el oído su cuerpo se erizaba. Se sonrojaba al besarle, era tan suave y tibio su aliento, su respiración llena de lujuria y a veces de amor… tal vez un amor desmedido. Se recordó a sí misma entre aquellas sabanas ajenas, las únicas en las que reposaban sus orgasmos verdaderos.

Saltó sobre su silla cuando la pelirroja le tocó el hombro, traía consigo una toalla húmeda para que se limpiara. Tomó el espejo de su bolsa y frente a él, quitó las manchas de su cara. Era hora de irse, se levantó lentamente, el cigarrillo se había consumido en su mano, botó la colilla y la siguió por el pasillo del restaurante, que ya estaba vacío.

Ya no sonaba la canción pero la melodía retumbaba en ella. Anheló devolverse en el tiempo y entregarse sin recato una vez más a su pasión.

-¡Taxi!- gritó la mesera. El auto se detuvo y entraron. El camino fue silencioso, diez minutos escuchando el motor y la radio. Luego se detuvo frente a un edificio viejo, de rejas grises. Subieron los pequeños escalones de la entrada. Tres pisos más arriba vivía Marina, en el 303. Recordó que ese era el número donde cada domingo pasaba la mañana.

Un nudo en su estómago le hizo respirar hondo para contener tal vez una lágrima seca que se habría escapado de no ser por la interrupción de la otra – Entra, es pequeño, pero es suficiente para dos – Las luces amarillas, un sofá café y una mesa de noche, un minúsculo comedor contra la pared que separaba la cocina de la sala y al otro lado el baño junto al dormitorio; resumían el espacio.

Marina sacó de la nevera una botella de vino barato, tomó dos copas de la alacena y las puso sobre la mesa frente al sofá, se sentó a su lado y sirvió el líquido frió color carmesí. Ofreciéndole la copa, se arrimó un poco y le contempló fijamente. Vio la sangre en su cuello, y fue al baño por una toalla para limpiarle, regresó enseguida. Mientras quitaba las machas de rojas, tomaba de su copa y de cuando en cuando se detenía a observarle.

Ella por fin habló – ¿a qué se debe tu amabilidad? – en silencio espero la respuesta. Su interlocutora se paró, puso música y comenzó a bailar con los ojos cerrados. Sonaba de nuevo Jill Scott, se sobresaltó en su asiento, dos veces la misma canción en una noche, parecía que el pasado le perseguía. Trato de sobreponerse y disimular su perturbación.

Bailó lentamente hasta llegar a ella y la halo para quedar cerca, la apretó contra sus senos y la besó. Inmóvil se dejó llevar de la música y de su mente envuelta en recuerdos, caricias furtivas se posaban en ella, cayeron en el sofá y Marina le quitó la camisa, le acarició los senos y metió su dedo en la copa y para untarle los pezones que saboreó, pasó su lengua por ellos y dio suaves mordiscos, los degustó.

Recostada en su pecho, Marina respondió finalmente – se debe a enorme deseo de tenerte en mi cama – la beso el cuello y bajó las manos por su torso y apretó un poco el pubis sobre la tela que separaba la piel de su vagina de la mano blanca.

Gimió un poco y ansiosa, tomó las caderas de la pelirroja y la empujó hacía ella. Besaba desesperada los senos blancos de la mesera, le mordía los labios rosa pálido.

Terminaron desnudas en el suelo, una encima de la otra con los cabellos enmarañados y mojadas entre las piernas, marcas de uñas en la espalda y el pecho, labios irritados, pezones erectos, cansancio en las caras y vino salpicado por todos lados. Después de largos orgasmo, se quedaron dormidas.

Abrió los ojos, un rayo tenue de sol entraba por la ventana pegándole en la cara, le dolía la cabeza y el olor a licor le dio nauseas, se incorporó con un poco de dificultad. Miro a su alrededor, estaba sola.

Sobre la mesita frente al sofá, bajo el pisapapeles una nota “Somos el mismo recuerdo”. Intentó comprender aquellas palabras. El cuarto comenzó a girar y todo se nublo, luego de unos segundos volvió en sí.

De nuevo estaba frente al cuerpo del hombre que golpeó, consternada sin entender oyó los gritos, las sirenas, la gente empujando, vio el pisapapeles en su mano lleno de sangre y la cara de él desfigurada. No era un hotel, no era la prostituta, sólo una mesera enferma.

Jamás dejó el cuarto, seguía siendo el departamento 303 y la canción en la radio ya había terminado. Todo lo había imaginado, fue un delirio producto de su esquizofrenia. Marina lo había matado.

22 de Agosto de 2011

0 comentarios :

Publicar un comentario