jueves, 16 de octubre de 2008

El Padre Miguel

Carmen. Así me llamo, creo que a mis escasos 18 años, tengo tantos pecados como cabellos en mi cabeza. Doña Josefina; mi señora madre, dice que debo asistir a la iglesia, ser digna de Dios y confesarme porque estoy en pecado mortal y que si muero, no alcanzaré ni a llegar al purgatorio a causa de mi mala cabeza, para ella son grandes lo que para mí son pecados pequeños. Sí tan solo supiera que en la iglesia es donde cometo mi mayor sacrilegio no pensaría de esa manera en su “religión”.

Mi historia con el Padre Miguel es algo que nadie alcanzaría a imaginar, pero yo sí; comencé yendo a la capilla a orar; según creía mi mamá, pero sólo me sentaba a contemplar aquel lugar que tan santo pintaban y que a mí la verdad ni me venía, sólo observaba la gente y las imágenes mientras esperaba un tiempo prudencial para regresar a casa. Ahí conocí al padre Miguel, un hombre de 40 años, sumamente atractivo e inocente. Mi primer contacto con él fue una mirada fugaz a su trasero, me pareció demasiado provocador como para no permitirme tenerlo entre las sábanas. Una mañana cualquiera durante la confesión me aventuré a recibir el Cuerpo de Cristo, con la firme intención de que él pensara en recibir el mío después de ver mi escote y notar la falta de sostén.

En mi cabeza se metió la idea de que sería un juego emocionante. El sé acercó a bendecirme con la hostia en la mano; y como el destino es macabro, esta fue a parar a mis tetas. Tengo que confesar que mientras sentía el roce de sus dedos tratando de agarrar el minúsculo circulo blanco, me mojé; noté la gran incomodidad que este sintió, no pude evitar esbozar una sonrisa.

Esa noche no dormí bien, no podía contener el deseo que me provocaba aquel bulto de grandes músculo. Le soñé de pie frente a mí con su sotana hasta la cintura y su pene en el fondo de mi garganta, mientras me enumeraba los pecados que me iban a condenar.

A la mañana siguiente fui a la iglesia buscando confesarme y ahí lo encontré, en el confesionario en silencio se dispuso a escucharme y comencé a contarle: “Acúseme Padre, he pecado de pensamiento,. Padre, soñé que mamaba su verga mientras usted casi adormecido de placer me recitaba las reglas de Dios que quebrante. Y emocionada, quería que siguiera castigándome por estar pecando en el más puro placer del infierno”, y sin terminar mi historia, salió de un salto del confesionario.

Estaba estupefacto con la mirada consternada. El sitio vacío me permitió aventurarme a él; mientras este retrocedía, iba diciéndole que deseaba mostrarle cómo había sido mi sueño. Caminaba hacía el púlpito sin darme la espalda, chocó con la mesa y no teniendo a donde más ir, se quedó mirándome asustado.

Me acerqué y levanté su sotana, bajé sus pantalones para meter su verga en mi boca, estaba dura, caliente, deseosa. Lo sabía, podía leerlo en sus ojos; que me miraban entre acusadores y sedientos de sexo. Fue rápido, tembló y se tensó, terminó en mi boca y trague el líquido tibio. Y en medio del orgasmo que enceguecía su juicio, echó mano del vino para dármelo a beber para pasar su divina esencia que bajaba por mi garganta.

Fue así como los encuentros con el Padre se hicieron más seguidos, más intensos, más carnales, más mundanos, sucios y bajos. Noche por medio nos revolcábamos sobre su sotana y mi ropa. Han pasado semanas en las que no se sacia de mí, de mis tetas, de mis nalgas. Y yo, no me canso de tragarme su verga, de sentirla, de jugar con ella. Con él.

Una noche me pidió encontrarnos detrás de la Catedral, lejos de la rutina de la capilla y de ser descubierto por el Cardenal; esa idea me excitó demasiado. De lejos pude distinguir su cuerpo grande, la sombra en la oscuridad parecía aun más imponente.

Al llegar a él me tomó por la cintura y me beso, fue un beso cálido, lleno de amor y dolor. Como si ese fuera el final del juego, como un adiós, no pude comprenderlo; tal vez por qué mientras yo jugaba, él me amaba con obsesión. Entonces dentro de mí tomé la decisión: sería la última vez que me tiraría al Padre, esa noche sería la última, la mejor, me prometí.

Me puse de rodillas como le gustaba, en esa de pose de virgen oradora y tomé su miembro entre mis manos unidas como a punto de ofrecer una plegaria. Me hizo suplicarle y adorarle, luego metérmelo en la boca y saborearlo, me halo del cabello tan fuerte que gemí poniéndome de pie, para darle la espalda. Penetro fuerte en mí, lo sentí tan salvaje; como nunca había sido pero como siempre deseó, daba palmadas en mis nalgas, mordía mi espalda, mi cuello, me lamía, me insultaba... estábamos tan calientes, tan agitados... en medio del delirio sólo sentí sus fuertes manos apretando mi cuello mientras nos veníamos... cada vez con más fuerza, y mientras mi orgasmo se agrandaba, en mi mente todo se fue oscureciendo hasta la nada. Esa noche el Padre Miguel me tuvo mi cuerpo en su gloria pero Satanás siempre me tendrá mi alma bajo las cobijas.


16 de octubre de 2008
Publicado en Revista Doña Gloria. Edición # 1, Noviembre de 2.009


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